JESUCRISTO NO FUE MISÓGINO

juan manuel gonzalez cremona

 

Juan Manuel González Cremona

Escritor y ponente

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Aclaración previa: Jesucristo jamás tuvo «caras ocultas», pero puede que algunos hayan querido y quieran atribuírselas.

Misógino: del griego miseo (odiar) y gyné (mujer). Que tiene aversión a las mujeres.

Claro está que nadie dijo «oficialmente» que Jesucristo pudiera ser catalogado —en su naturaleza humana, innecesario aclararlo— como misógino, pero sí es cierto que, a través de dos mil años, se ha recubierto su memoria con un halo de misoginia.

Los mantenedores del halo se basan, fundamentalmente, en un hecho concreto: Jesucristo sólo eligió hombres para que fueran sus apóstoles.

Esto se explica por la situación de la mujer en la sociedad judía de la época. Jesucristo —por ser Dios— podía haber actuado según su voluntad; pero, de hacerlo, habría entrado en contradicción con sus propias palabras: «No penséis que he venido a destruir la Ley ni los profetas: no he venido a destruirla, sino a darle su cumplimiento.»

Decidido a cumplir la Ley, es decir, a respetar las tradiciones judías —fue circuncidado y presentado al Templo—, no quiso invitar a mujeres a que le siguieran como discípulos y futuros apóstoles.

El tema de la relación de Jesucristo con las mujeres es hoy de rigurosa actualidad ante la apertura de la iglesia anglicana al sacerdocio femenino y las voces que se alzan en la iglesia católica en igual sentido.

No vamos a hablar aquí de este tema, pero sí queremos dejar claro que Jesucristo no practicó ningún tipo de discriminación entre hombres y mujeres. Antes bien, sabemos que al menos dos mujeres se contaron entre sus mejores amigos.

Es ya significativo el momento que elige para realizar su primer milagro:

“Tres días después se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, donde se hallaba la madre de Jesús. Fue también convidado a las bodas Jesús con sus discípulos. Y como viniese a faltar el vino, dijo a Jesús su madre: «No tienen vino.» Respondió Jesús: «Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti?; aún no es llegada mi hora…»»

Pero, como bien sabemos, Jesús accederá al pedido de su madre y convertirá en vino seis tinajas llenas de agua.

Que el primer milagro, realizado cuando «aún no es llegada mi hora», sea para alegrar una boda y, antes todavía, el que Cristo estuviera en ella, es suficientemente demostrativo de la trascendencia que daba al matrimonio.

El catecismo lo destaca: «La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que, en adelante, el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.»

Como se ha dicho desde las más altas instancias eclesiales, tanto el matrimonio como el celibato son iguales caminos de santidad. Ninguno mejor que el otro.

La presencia del Señor en un banquete de bodas destaca la importancia que Él le daba al matrimonio, pero también la que daba a la mujer, ya que su matrimonio no era el de Moisés.

«En su predicación —dice el catecismo—, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y de la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo. La autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón (cf. Mt. 19, 8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble. Dios mismo la estableció: «Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre» (Mt. 19, 6).

La autorización dada por Moisés a los maridos para que pudieran repudiar a sus esposas era una demostración cabal de la situación de inferioridad en que se hallaban las mujeres judías respecto de los hombres. Porque Moisés no les concedió a ellas autorización para repudiar a sus maridos.

El matrimonio cristiano —de Cristo— es, en sí mismo, una institución de la igualdad de los sexos, en contra de lo hasta entonces establecido; esto es, la superioridad del hombre sobre la mujer.

La disposición de Jesucristo hacia las mujeres queda patente en numerosos pasajes evangélicos. Baste mencionar su encuentro con la samaritana —pueblo declarado «intocable» por los judíos—, su decidida intervención para salvar la vida de la adúltera a punto de ser lapidada y su preocupación auténticamente paternal por María Magdalena.

Pero hay dos mujeres que destacan en el entorno de Cristo, y en ellas basamos nuestra afirmación de que, no sólo no era misógino, imagen que los «hacedores de halos» han difundido durante siglos y pretenden mantener, sino que buscó la compañía de mujeres y tuvo auténtica amistad con ellas.

Nos referimos, claro está, a Marta y María, las hermanas de Lázaro.

San Juan nos relata extensamente la intervención de Cristo en la enfermedad, muerte y resurrección de Lázaro, y deja bien claro que los tres hermanos eran sus amigos:

«Jesús tenía particular afecto a Marta, y a su hermana María, y a Lázaro.»

Que sepamos, es la única oportunidad en que se habla de un afecto particular de Cristo. Téngase en cuenta que no se trata de discípulos. Surge claramente del texto que el único tipo de relación era el puramente amistoso.

Explícita esta relación de San Lucas:

«Prosiguiendo Jesús su viaje a Jerusalén entró en cierta aldea, donde una mujer, por nombre Marta, le hospedó en su casa. Tenía ésta una hermana llamada María, la cual, sentada también a los pies del Señor, estaba escuchando su palabra. Mientras tanto, Marta andaba muy afanada en disponer todo lo que era menester: por lo cual se presentó a Jesús y dijo: «Señor, ¿no reparas que mi hermana me ha dejado sola en las faenas de la casa? Dile, pues, que me ayude.» Pero el Señor le dio una respuesta: «Marta, Marta, tú te afanas y acongojas distraída en muchísimas cosas; y a la verdad que una sola es necesaria. María ha escogido la mejor suerte, de que jamás será privada.» »

Es decir, Jesucristo no tenía reparos en pernoctar en una casa donde vivían dos muchachas solteras con su hermano, y mucho menos en conversar, imaginamos que relajadamente, con ellas. Rizando el rizo, podríamos hasta decir que el Señor le «tomaba el pelo» a Marta por su, al parecer, exagerada preocupación por la limpieza y el orden.

Corresponde insistir en que una escena de tal placidez y distensión no se repite en las Escrituras, en las que Jesucristo está siempre predicando, curando o sufriendo.

En el pasaje comentado, Lucas nos muestra a un Jesucristo charlando con dos muchachas, especialmente con una de ellas, con palabras que nos hacen pensar que, para Él, era un auténtico descanso estar en su compañía.

Es sintomático que la noche anterior a su entrada triunfal en Jerusalén, última alegría antes de la Pasión, el Señor decidiera pasarla en casa de Lázaro. San Juan es quien lo cuenta:

«Seis días antes de la Pascua volvió Jesús a Betania, donde Lázaro había muerto, a quien Jesús resucitó. Aquí le dispusieron una cena: Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con él. Y María tomó una libra de ungüento de nardo puro, y de gran precio, y lo derramó sobre los pies de Jesús, y los enjugó con sus cabellos: y se llenó la casa de la fragancia del perfume.» Judas protesta por lo que considera un derroche, diciendo que debería haberse dado el dinero gastado en el ungüento a los pobres, y Jesús le responde: «Dejadla que lo emplee para honrar de antemano el día de mi sepultura.»

Al día siguiente, entró en Jerusalén a lomos de un “jumentillo”, camino de la pasión, la muerte y la gloriosa resurrección.

Pero la última noche, podríamos decir, de libertad, eligió pasarla en casa de Lázaro con éste, Marta y María. Y, en insólito gesto, permitió que María derramara ungüento finísimo sobre sus doloridos pies y los secara con sus cabellos.

¿Toleraría todo esto un misógino?

Desde luego que no, y menos eligiría como sus más íntimos a tres personas de las cuales dos eran mujeres. Tiempo después de la resurrección de Jesucristo, la fuerte influencia judía que persistía entre sus seguidores forzó una minusvaloración de la mujer, general, por otra parte, en el mundo antiguo.

Recuérdese que hubo más de un teólogo que llegó a negar que la mujer pudiera tener alma, lo que ya es negar.

Así fue ahogada la saludable igualdad entre los sexos que reinaba entre los primeros cristianos.

Y se llegó a prohibir que las mujeres tocaran los vasos sagrados para no provocar la ira de Dios.

Es evidente que los que eso disponían poco conocían a Dios.

Hubo que esperar mil años para que las mujeres pudieran organizarse libremente, sin más autoridad que la diocesana, y servir a Dios de acuerdo con su conciencia.

Hay que destacar el hecho de que, superando el encorsetamiento judío y el propio derecho romano —que consideraba a la mujer muy por debajo del hombre—, el cristianismo medieval significó la primera posibilidad de liberación de la mujer en Occidente.

En los conventos nacidos a la sombra del Císter, las mujeres, nobles o plebeyas, lograban liberarse de la tutela, en ocasiones opresiva, de padres, maridos y hermanos, viviendo bajo la autoridad de otras mujeres. Por primera vez en Occidente.

Jesucristo, por amor a su madre, hizo su primer milagro en homenaje a una pareja; de sus tres amigos íntimos, dos eran mujeres; en la hora solemne de la resurrección, no eligió a sus discípulos para mostrarse por primera vez, sino a una mujer: María Magdalena.

«El que quiera entender, que entienda», dijo alguna vez el Señor.

Pero, incluso los que no entienden, por favor, dejen de limitar a las mujeres con malabarismos verbales que, sin decirlo, intentan transmitir la imagen de un Jesucristo misógino.

 

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