EL POPULISMO Y LA PROMESA DE UNA DEMOCRACIA MÁS INCLUSIVA.

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POR: CARLOS DE LA TORRE 

 

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SUMARIO:

  1. POPULISMO Y DEMOCRACIA.
  2. LAS PROMESAS DE INCLUSIÓN Y LAS PRÁCTICAS AUTORITARIAS EN EL PODER.
  3. CONSTRUYENDO AL PUEBLO.
  4. ¿QUIÉN HABLA EN NOMBRE DEL PUEBLO?
  5. EL AUTORITARISMO POPULISTA: EL PUEBLO COMO UNO.
  6. CONCLUSIONES.

 

1.-POPULISMO Y DEMOCRACIA

Los debates sobre las relaciones del populismo con la democracia están íntimamente ligados a diferentes definiciones de ésta (Urbinati, 1998: 116). Quienes entienden la democracia como una serie de instituciones que garantizan el pluralismo, la alternancia en el poder a través de elecciones limpias, la división de poderes y la defensa de los derechos civiles ven en el populismo una amenaza y un peligro. Por ejemplo, Nadia Urbinati (2013: 137) sostiene que «el populismo es hostil al liberalismo y a los principios de la democracia constitucional, en particular los derechos de las minorías, la división de poderes y el pluralismo partidista». Los críticos señalan que el populismo simplifica la diversidad de propuestas, intereses y proyectos de una población en una sociedad compleja en una lucha maniquea entre el pueblo y sus enemigos. La política pluralista en la que se debaten alternativas reconociendo el derecho del otro a disentir deviene en una lucha entre amigo y enemigo. Es por esto que Jan-Werner Müller (2014: 484) señala que el populismo es profundamente iliberal y es una manera antidemocrática de entender la política representativa.

Quienes entienden la democracia con criterios sustantivos ven el populismo como democratizador. Anotan que los populismos hispanoamericanos de los años treinta y cuarenta del siglo pasado incorporaron a los sectores excluidos de la política y promovieron políticas estatales redistributivas. En palabras del sociólogo argentino Carlos Vilas (1995), el populismo llevó a la democratización fundamental de América Latina.

Ernesto Laclau (2005) argumenta que los momentos excepcionales de ruptura populista que son teorizados como la expresión de lo político son necesarios para dar fin a sistemas administrativos excluyentes y para construir órdenes alternativos. Distingue entre las lógicas de la diferencia y de la equivalencia. La primera supone que las demandas se satisfagan administrativamente de manera individual. Sin embargo, hay demandas que no se pueden resolver institucional o administrativamente y que se agregan en cadenas equivalenciales. El populismo es una forma de articulación discursiva que es anti-institucional, está basada en la construcción de un enemigo y en una lógica equivalencial que lleva a la ruptura del sistema. Bajo el populismo el nombre del líder es un significante vacío al que se le pueden atribuir una multiplicidad de significados. La ruptura populista fue para Laclau la alternativa a la negación de lo político por la administración. Vio favorablemente las rupturas populistas de Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa y se lamentó de que no se diera una ruptura populista en la Argentina kirchnerista. Sus seguidores europeos consideran que el populismo de izquierda es la alternativa para frenar a la derecha populista y rescatar la política de las manos de los tecnócratas de la troika (Stravakakis, 2014).

En esta sección se contribuye a los debates sobre las relaciones entre populismo y democracia, desarrollando cuatro argumentos. El primero es que para distinguir sus efectos democratizadores de sus prácticas autoritarias se tiene que diferenciar analíticamente al populismo como movimientos que cuestionan y retan el poder de las élites, de los populismos cuando llegan al poder. Las promesas democratizadoras del populismo se evidencian cuando los populismos buscan incorporar a sectores excluidos o automarginados de la política. También cuando politizan temas que eran considerados como técnicos, como son las políticas neoliberales y de ajuste. Las críticas populistas a sistemas elitistas, a la apropiación por parte de las élites del poder político demuestran su lado democratizador, incluyente y renovador de la democracia.

Las promesas populistas de mejora de la democracia, sin embargo, no siempre o casi nunca se han cumplido. Los populismos por lo general han llegado al poder en sistemas presidencialistas, frágiles y en crisis. En estas condiciones institucionales los populismos en el poder —Juan Perón, Hugo Chávez, Alberto Fujimori o Rafael Correa— concentraron el poder en el ejecutivo, trataron de someter a los otros poderes del Estado, tuvieron conflictos con la prensa privada y con los movimientos sociales, usaron la ley instrumentalmente y terminaron forjando gobiernos autoritarios.

El segundo argumento es que los efectos democratizadores o autoritarios del populismo dependerán en parte de cómo se entienda al pueblo. El pueblo puede ser construido con criterios étnicos excluyentes o con criterios incluyentes. Puede ser imaginado como una población con una pluralidad de intereses y propuestas o como «el pueblocomouno», un sujeto cuya voluntad e interés puede ser encarnada en un líder.

El tercer argumento es que durante los episodios populistas diferentes actores como son los líderes políticos y los movimientos sociales disputan quién puede hablar por el pueblo, quién lo representa y a veces quién lo encarna. Cuando los movimientos sociales son débiles y las instituciones representativas de la democracia están en crisis el líder populista se apropia de la voz del pueblo y dice ser su encarnación. Cuando los movimientos sociales tienen la capacidad de movilizarse no permiten que un líder se autoerija en la personificación del pueblo. Durante los episodios populistas los sectores populares utilizan las oportunidades y el discurso a su favor para presentar sus demandas y propuestas, que no necesariamente son las del líder.

Mi cuarto argumento es que el devenir autoritario del populismo se explica por la lógica populista que construye al pueblo como uno, como una entidad homogénea, fija e indiferenciada, que puede ser encarnada en un líder y que transforma a los adversarios en enemigos morales que representan una amenaza que debe ser erradicada. La fantasía populista del pueblo como uno justifica su ejercicio del poder como una posesión y sus intentos de extraer al pueblo mítico, tal y como lo imagina el líder, de la población realmente existente.

Antes de empezar, y para evitar malentendidos pues el populismo es un término que por lo general se usa desde los medios para atemorizar, ya que se lo ve como irracional y peligroso, tengo que explicar a qué me refiero cuando utilizo este concepto. Entiendo al populismo como una retórica que representa la política como una lucha maniquea entre el pueblo y la oligarquía. La lógica populista polariza la política en dos campos antagónicos, simplifica las complejidades de la sociedad como la lucha entre dos grupos nítidos y apunta a la ruptura del orden institucional para forjar instituciones alternativas. La noción populista de pueblo incorpora la idea marxista de conflicto antagónico entre dos grupos con la visión romántica de su pureza y bondad natural. Como resultado, el pueblo por lo general es imaginado por los populistas como una entidad homogénea, fija e indiferenciada. El pueblo populista no se enfrenta a adversarios, sino a enemigos morales que representan una amenaza que debe ser erradicada.

El populismo se parece, pero no es igual, a los movimientos populares y a las insurgencias hechas en nombre del pueblo. Por ejemplo, los indignados españoles, el movimiento Occupy Wall Street o las insurgencias bolivianas durante las guerras del agua y del gas utilizaron una retórica parecida a la populista del pueblo en contra de las élites, experimentaron con formas de democracia directa y sin representantes y fueron vividos como momentos excepcionales en los que se pudo imaginar un nuevo orden social y político. Pero a diferencia del populismo no tuvieron un liderazgo. Más bien fueron insurgencias sin líderes en las que se buscó formas horizontales de democracia y la participación y deliberación de todos. Para que el populismo pase «de movimiento a gobierno necesita una ideología que polarice y un líder que pretenda transformar el descontento popular y la protesta en una estrategia para movilizar a las masas para conquistar el gobierno democrático» (Urbinati, 2013: 139).

 

2.-LAS PROMESAS DE INCLUSIÓN Y LAS PRÁCTICAS AUTORITARIAS EN EL PODER

El populismo no es una aberración ni una desviación de patrones de democratización, más bien, como lo señalan trabajos recientes, es parte constitutiva de la democracia. Margaret Canovan (1999) argumenta que si bien la democracia tiene una fase pragmática y administrativa, también tiene una fase redentora. La fase redentora del populismo está asociada a la glorificación discursiva del pueblo, a su estilo dirigido a la gente común y a los fuertes sentimientos que motivan a que gente poco interesada en la política o apolítica participe. Por su parte, Chantal Mouffe (2005) parte de la concepción de Macpherson según la cual en la democracia conviven los principios liberales de pluralismo y libertades individuales con los principios democráticos de igualdad y de soberanía popular. La difícil convivencia de estos fundamentos provoca un déficit participativo cuando la gente común no se siente representada en las instituciones liberal-democráticas y cuando no encuentra canales para expresar su voluntad. El populismo que busca renovar el ideal democrático-participativo se explica por las carencias y las fallas de la democracia liberal.

En Venezuela, por ejemplo, muchos ciudadanos sintieron que la democracia pactada en Punto Fijo (Punto Fijo es un municipio de Venezuela. El pacto que lleva su nombre inauguraba la democracia venezolana en 1958. Su nombre deriva de que era el que tenía la vivienda de Rafael Caldera en Caracas. El Partido Comunista Venezolano se excluyó del acuerdo por favorecer la vía revolucionaria), estaba agotada y que se había convertido en un régimen excluyente. En Europa y los Estados Unidos la convergencia de los partidos políticos que buscan atraer al votante común, la desdeologización de la política, la transformación de la economía política en un asunto técnico en manos de expertos neoliberales, la burocratización y la falta de entusiasmo en la política explica el atractivo de los partidos y líderes populistas. Los populistas prometen devolver el poder al pueblo, defender los intereses de la nación de los riesgos causados por la globalización y la mundialización, y proponen reformar los sistemas políticos.

El populismo se asienta en el registro democrático. A diferencia del fascismo, que llegó al poder a través de golpes de Estado, el populismo usa las elecciones como el mecanismo para conquistar al poder y como la base de su legitimidad (Peruzzotti, 2008). El populismo busca regenerar y dar impulso a la máxima herencia de la Revolución francesa de que el gobierno debe legitimarse en la voluntad popular. Desenmascara los puntos débiles y los silencios del liberalismo, sobre todo cuando éste transforma la política en la administración pragmática y tecnócrata de lo público. Sin embargo, una vez que llegan al poder los populistas entran en conflicto con las instituciones de la democracia liberal. La división de poderes, los derechos de las minorías, el Estado de derecho y los mecanismos institucionales que garantizan la rendición de cuentas son vistos como herramientas que protegen el dominio de las élites, «debilitando en cambio a la voluntad popular» (Peruzzotti, 2008: 111).

Los populismos tendrán diferentes efectos en sistemas presidencialistas o en parlamentarios, y en democracias consolidadas que estén funcionando bien o en democracias en las que se den crisis de representación política. Como ilustra el trabajo comparativo sobre el populismo en Europa y las Américas de Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser (2012) las democracias consolidadas cuentan con instituciones fuertes y legítimas que controlan los impulsos antipluralistas de los gobiernos populistas. Sin embargo, cuando las instituciones de la democracia liberal están en crisis y han perdido legitimidad, sobre todo en sistemas presidencialistas, los populismos pueden desfigurar la democracia.

Los gobiernos de Chávez-Maduro en Venezuela y Rafael Correa en Ecuador ilustran los efectos autoritarios del populismo en sistemas presidencialistas que vivieron crisis profundas de representación política. Estos gobiernos concentraron el poder en el ejecutivo y sometieron las cortes de justicia y los parlamentos. Atentaron contra el pluralismo construyendo a los opositores como enemigos malignos que atentan en contra de los intereses del proceso revolucionario. Entraron en guerra con los medios privados de comunicación. Con el objetivo de desplazar a las élites políticas antiguas y de crear una nueva hegemonía, llamaron a una serie de elecciones que se produjeron en canchas electorales inclinadas y que favorecieron a quienes estaban en el poder sin dar garantías a la oposición para que las elecciones se dieran en condiciones de equidad (Levitsky y Loxton, 2013; Weyland, 2013).

Los populistas ven a los rivales democráticos como enemigos del líder, del proceso de cambio y de la patria. Ya que la política es construida como una lucha maniquea y sin cuartel, se crean situaciones de polarización y de politización en todos los aspectos de la vida social. Durante la huelga general de la oposición, Chávez por ejemplo manifestó: «Esto no es entre Chávez y los que están en contra de Chávez, sino que es entre los patriotas y los enemigos de la patria» (Zúquete, 2008: 105). El discurso populista es eficaz al crear identidades populares que son movilizadas en contra de sus enemigos. El problema es que en una sociedad compleja y diversa no existen dos campos nítidos. La polarización atenta en contra del pluralismo de opiniones aun dentro de las coaliciones populistas.

 

3.-CONSTRUYENDO AL PUEBLO

La filósofa política Sofia Nástrom (2007: 324), nos recuerda que el pueblo, que es una categoría central en las teorías de la democracia, del nacionalismo y del populismo, es «uno de los conceptos más usados y abusados en la historia de la política». A diferencia de las visiones de los políticos y de los activistas, el pueblo no es una realidad objetiva que está ahí esperando ser descubierta, como tampoco es un dato primario. El pueblo, como señala Ernesto Laclau (2005), es una construcción discursiva y una disputa entre actores políticos, movimientos sociales e intelectuales. En este sentido, las diferentes construcciones de la categoría «el pueblo» tienen efectos en las prácticas democratizadoras o autoritarias de los políticos. Los populismos de derecha europeos construyen al pueblo con criterios étnicos y raciales excluyentes. A diferencia de éstos, los populistas de izquierda europeos como Syriza y Podemos no utilizan criterios étnicos en su construcción del pueblo.

Paulina Ochoa (2015: 7475) señala que los liberales construyen al pueblo con criterios de autolimitación. Consideran que la voluntad popular no es homogénea ni estable en el tiempo y que, probablemente, cambiará por lo que sus invocaciones al pueblo y a la soberanía popular son falibles, temporales e incompletas. En palabras de Habermas (1996: 469), «el pueblo no es un sujeto con voluntad y conciencia. Sólo aparece de manera plural, y como pueblo no es capaz de decidir ni actuar como un conjunto». Construyendo al pueblo como plural los liberales y los socialdemócratas no consideran que posean el monopolio de la virtud. En palabras de Michael Mann (2004: 8) aceptan las imperfecciones y los compromisos de la democracia liberal.

La democracia representativa es anti-heroica, está basada en la lógica de la administración y en la racionalidad instrumental. Pero su legitimidad se asienta en la noción de la soberanía popular. Cuando los ciudadanos perciben que la lógica administrativa desfigura la democracia, cuando sienten que sus opiniones no cuentan en la lógica del poder constituido y burocratizado pueden apelar al poder constituyente del pueblo, a su capacidad para recrear instituciones y normativas políticas. El populismo promete redimir a la democracia de la lógica administrativa del poder constituido. Invoca al pueblo como un ser mítico, como «la promesa de redención de la opresión, la corrupción y la banalidad» (Canovan, 2005: 123).

Los populismos apelan al pueblo como una colectividad que es capaz de expresar su voluntad y tomar decisiones (Abst y Rummens, 2007: 409). A diferencia de las visiones del pueblo como un proceso en construcción, que es siempre contingente e inconcluso, líderes populistas como Juan Perón o Hugo Chávez actuaron como si conociesen quién es el pueblo y cuál es su voluntad. Construyeron a quienes no estaban de acuerdo con lo que ellos consideraron como el verdadero pueblo virtuoso como sus enemigos. Ya que su objetivo fue la emancipación del pueblo prometieron destrozar el orden institucional existente y remplazarlo con un régimen que no excluya al pueblo. A diferencia de los políticos, que actúan con la premisa de que no siempre estarán en el poder, la fantasía de la unidad del pueblo «abre la puerta a la percepción del ejercicio del poder como una posesión y no una ocupación temporal» (Arditi, 2007: 83). Su objetivo fue estar en el poder hasta transformar el Estado y la sociedad. El pueblo populista, sin embargo, no tiene necesariamente que ser construido como uno y como un ente que puede ser encarnado en un redentor. Yannis Stavrakakis y Giorgos Katsambekis (2014: 132) argumentan que Syriza no imaginó al pueblo desconociendo el pluralismo y que la sociedad griega es heterogénea.

El pueblo de Syriza incorporó a una variedad de partidos de izquierda y movimientos sociales. Fue construido como un sujeto plural, incluyente y activo que no estaba restringido por criterios étnicos, raciales y de género. Fue imaginado como un sujeto activo que intervenía directamente en los asuntos públicos, un sujeto que no estaba esperando ser redimido o dirigido por nadie (Stavrakakis y Katsambekis, 2014: 135). A diferencia de Perón o Chávez, Alexis Tsipras no prometió salvar al pueblo.

De manera similar el Movimiento al Socialismo y la Constitución de 2009 construyó al pueblo boliviano como plural. El MAS usó criterios étnicos incluyentes o etnopopulistas (Madrid, 2012). Sin embargo, Evo Morales en algunas coyunturas ha tratado de hablar como si encarnara al pueblo como uno, pero los movimientos sociales no se lo han permitido. En Bolivia están en disputa quién habla por el pueblo y las características de este pueblo plural (Portero, 2015).

 

4.-¿QUIÉN HABLA EN NOMBRE DEL PUEBLO?

Los populísmos se dan en coyunturas de movilización social y política. Por ejemplo, Chávez, Correa y Morales llegaron al poder luego de insurrecciones masivas en contra del neoliberalismo. Una serie de actores políticos y sociales dijeron hablar en nombre del pueblo y de representar sus intereses. De manera similar políticos y líderes de movimientos sociales dicen ser la auténtica vox populi de los gobiernos populistas.

Cuando se invoca el nombre del pueblo hay que preguntarse quién dice estar hablando en su nombre, pues la política se basa en quién puede hablar en nombre del pueblo. Los líderes populistas dicen encarnar las virtudes populares, prometen devolver el poder al pueblo y redimirlo del dominio de élites políticas, económicas y culturales. Pero los políticos no son los únicos que pretenden hablar en nombre del pueblo, los movimientos sociales también dicen ser la voz del pueblo. Las disputas y negociaciones entre líderes políticos que buscan encarnar al pueblo y movimientos sociales que en nombre del pueblo limitan la tentación populista de autoproclamarse como la encarnación de la voluntad popular explican muchas de las diferencias entre los gobiernos populistas.

A pesar de la visión que homogeniza a los gobiernos de Chávez-Maduro, Morales y Correa como manifestaciones similares del populismo de izquierda latinoamericano, estos gobiernos tienen diferentes relaciones con los movimientos sociales. También se diferencian en si han creado espacios institucionales para la participación popular. Estas diferencias se explican por la capacidad de los movimientos sociales de, en nombre del pueblo, no sólo limitar los intentos del líder de ser la única voz del pueblo, sino la capacidad misma de los movimientos sociales para imponer sus agendas y demandas autónomas.

Evo Morales llegó al poder en el pico del ciclo de protestas de los movimientos sociales en contra del neoliberalismo, de la partidocracia y de la entrega de los recursos naturales a las multinacionales. Su partido, el Movimiento al Socialismo, tiene orígenes en redes de sindicatos campesinos cocaleros y en organizaciones indígenas. Estas organizaciones comparten una tradición comunitaria de discusión de los problemas y toma de decisiones colectivas (Crabtree, 2013). La relación de Morales y los movimientos sociales ha sido caracterizada por el sociólogo boliviano Fernando Mayorga (2012) como «flexible e inestable», pues ha ido desde la cooptación hasta la independencia. Los movimientos organizados en el Pacto de Unidad tuvieron un papel independiente del gobierno durante la asamblea constituyente. En 2007 se reagruparon en la Coordinadora Nacional por el Cambio (CONALCAM) presidida por Morales para movilizar a sus seguidores en una coyuntura de luchas intensas en contra de la oposición. Sin embargo, los movimientos sociales no están subordinados a Morales. En 2011 protagonizaron protestas en contra del incremento de los precios de la gasolina y marcharon en contra del plan del gobierno de construir una carretera en el parque nacional del TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Secure). No han permitido que Morales encarne una voluntad popular homogénea y le han obligado a rectificar y cambiar sus políticas.

El gobierno de Correa es diferente, y casi lo opuesto, al de Morales, pues no se asienta en los movimientos sociales y no ha promovido instituciones participativas a nivel local. Correa llegó al poder después de que el movimiento indígena perdiese momentáneamente la capacidad de organizar actos de protesta de larga duración.

Correa vio en el movimiento indígena un peligro y buscó cooptarlo y someterlo argumentando que ya pasó el momento de los movimientos sociales, pues ahora su gobierno de izquierda representaba los intereses de todo el pueblo. En el gobierno de Correa conviven el discurso populista con el dominio de los tecnócratas (De la Torre, 2013). Los expertos consideran que están más allá de los particularismos de la sociedad y que pueden diseñar políticas públicas que beneficien a toda la nación. El líder actúa como si encarnara la voluntad popular. Asumiendo que poseen la verdad que viene del saber de los expertos y de la voz unitaria del pueblo encarnada en el líder, desdeñan el diálogo. Como resultado, el gobierno de Correa, que prometió una revolución ciudadana, minó las bases que garantizan ciudadanías autónomas pro-moviendo la formación de masas agradecidas. Chávez llegó al poder en un contexto en que los movimientos corporativistas controlados por los partidos políticos tradicionales no incluían a los sectores populares del sector informal. Chávez vio la oportunidad de incorporarlos desde el poder creando una serie de instituciones de democracia participativa, como los círculos bolivarianos y los consejos comunales. Los sectores populares utiliza-ron estas instituciones y la retórica de Chávez los ensalzó como la esencia de la nación para presentar sus demandas autónomas (Fernandes, 2010). Si bien los círculos bolivarianos y los consejos comunales funcionaron con criterios clientelares para transferir recursos y se basaron en mecanismos de mediación carismática entre el líder y sus seguidores, que no permiten la autonomía de las bases, dieron la sensación a quienes participaron activamente de ser los gestores y actores del chavismo. El chavismo fue un lenguaje de protesta contra la exclusión política. Dio esperanza y dignidad a los pobres urbanos y rurales politizando sus humillaciones cotidianas y su rencor (Fernandes, 2010: 84). Las experiencias participativas durante el gobierno de Chávez explican su lealtad al proyecto aun durante la grave crisis económica del gobierno de Nicolás Maduro.

 

5.-EL AUTORITARISMO POPULISTA: EL PUEBLO COMO UNO

Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser (2012) argumentan que en diferentes espacios institucionales el populismo puede corregir o ser un riesgo para la democracia. Los sistemas parlamentarios y las instituciones de la democracia liberal inducen a que los populistas desradicalicen sus proyectos, pacten y se sometan a las reglas de juego institucionales. Cuando las democracias están en crisis, sobre todo en sistemas presidencialistas, se evidencia cómo la lógica populista, que es muy eficaz en crear identidades políticas antagónicas, puede devenir en autoritarismo. La fantasía del pueblo como uno, como un ente homogéneo cuya voluntad se encarna en un líder, atenta en contra de lo que el filósofo Claude Lefort denominó «el espacio vacío de la democracia». En la guerra sin cuartel entre el pueblo y sus enemigos hay que ocupar el espacio de la democracia hasta redimir al pueblo. Es más, hay que conquistar todas las instituciones para impedir que los enemigos del pueblo regresen al poder.

Claude Lefort señaló que las revoluciones del siglo XVIII decapitaron el cuerpo inmortal del rey y el cuerpo de la política. En su libro Los dos cuerpos del rey, Kantorowicz analizó cómo el rey, al igual que Dios, era omnipresente porque constituía el cuerpo de la política sobre el que gobernaba. Igual que el hijo de Dios, que fue enviado para redimir el mundo, el rey era hombre y Dios, tenía un cuerpo natural y divino, y ambos eran inseparables (Morgan, 1988: 17). Las revoluciones del siglo XVIII abrieron el espacio político-religioso ocupado por la figura del rey. La democracia, señala Lefort (1986), transformó el espacio antes ocupado por la figura del rey en un espacio vacío que los mortales sólo pueden ocupar temporalmente. En su libro Complicaciones. El comunismo y los dilemas de la democracia Lefort explica:

La democracia nació del rechazo a la dominación monárquica, del descubrimiento colectivo de que el poder no pertenece a nadie, que quienes lo ejercen no lo encarnan, que sólo son los encargados temporales de la autoridad pública, que la ley de Dios o de la naturaleza no se asienta en ellos, que no poseen el conocimiento final sobre el mundo y el orden social, que no son capaces de decidir lo que cada persona tiene el derecho de hacer, pensar, decir, o comprender (Lefort, 2007: 114).

El advenimiento de las revoluciones del siglo XVIII, según Lefort, generó a su vez un principio que podía poner en peligro el espacio democrático. La soberanía popular entendida como un sujeto encarnado en un grupo, un estrato o una persona podrían clausurar el espacio vacío a través de la idea del «Pueblo como Uno» (Arato, 2012: 28). Según Lefort el totalitarismo abandona la noción democrática del pueblo como heterogéneo, múltiple y en conflicto, donde el poder no pertenece a nadie, con la imagen del Pueblo como Uno, que niega que la división sea constitutiva de la sociedad. La división, señala Lefort, se da entre el pueblo, que tiene una identidad y una voluntad única, y sus enemigos externos, que tienen que ser eliminados para mantener la salud del cuerpo del pueblo. Para Lefort la modernidad se mueve entre el espacio abierto de la democracia y el totalitarismo que lo clausura. Lo que Lefort no analiza es cómo y cuándo los proyectos totalitarios no devienen en regímenes de este tipo debido a la resistencia de las instituciones democráticas o de la sociedad civil. Tampoco considera la posibilidad de que existan regímenes que no sean plenamente totalitarios o democráticos (Laclau, 2005: 166).

Isidoro Cheresky (2012; 2015) utiliza la noción de poder semiencarnado del líder para analizar los populismos. A diferencia del totalitarismo, el poder se identifica con un proyecto o un principio encarnado en una persona que es casi, pero no totalmente, insustituible. Pues la encarnación del proyecto puede desplazarse hacia otro líder debido a que las elecciones son el mecanismo que legitima el poder en el populismo. A diferencia de los totalitarismos, que se legitimaron con nociones trascendentales como el partido, la historia o la nación, los populismos están más secularizados. Su objetivo y su legitimidad se asientan en ganar elecciones que se dan en contextos de crisis de los partidos políticos y con lealtades débiles, por lo que los votos deben conquistarse en cada elección (Cheresky, 2015). Pero si bien las elecciones legitiman el poder de los líderes populistas, éstos no pueden aceptar fácilmente perder una elección. Si el pueblo es construido como si tuviese siempre la razón, si el pueblo es imaginado como si tuviese una sola voz y un solo interés, es moralmente imposible que el pueblo vote por otro candidato que no sea el candidato del pueblo.

El líder populista se ve, y es construido, como un mesías liberador cuya presencia es fundamental para garantizar la continuidad del proyecto revolucionario. Los líderes populistas tienen misiones en el sentido weberiano y su capacidad decisionista garantizará el fin de la opresión y la construcción de un orden alternativo y liberador. Son construidos, y se ven a sí mismos, como soberanos infalibles; todas sus decisiones son las correctas, pues emanan de quien encarna los intereses del pueblo. La presidencia no es vista como un cargo que se ocupa temporalmente y que está regulado por una serie de procedimientos, incluidos los procedimientos para que el líder abandone pacíficamente el poder (Keane, 2009: 295). La misión del líder populista se parece más a la de los patriarcas que siempre tienen que velar por el bienestar de sus hijos. Los patriarcas, como lo anota Karen Kampwirth (2010: 12-13), son padres de por vida y su trabajo y misión duran para siempre.

Los populismos utilizan tres estrategias para compaginar el precepto democrático de ganar elecciones y el principio autoritario de asumir al pueblo como uno, cuya voluntad política se encarna en un redentor que busca ser reelecto indefinidamente. La primera es utilizar las leyes y las instituciones de la democracia instrumentalmente para crear canchas electorales desiguales. Es así que si bien el proceso electoral es limpio, las campañas favorecen descaradamente a las coaliciones populistas que buscan perpetuarse en el poder. La segunda estrategia es utilizar el poder como una posesión personal, para distribuir recursos y favores con el objetivo de ganar votos. El populismo es una pedagogía que busca extraer el pueblo mítico, tal y como es imaginado por el líder, del pueblo realmente existente. La tercera estrategia es silenciar las voces críticas y educar al pueblo con la verdad del líder, colonizando y regulando la esfera pública y creando movimientos sociales desde el poder.

 

6.-CONCLUSIONES

Este trabajo argumenta que el populismo no es una aberración de impulsos autoritarios irracionales, sino que está íntimamente ligado a la democracia. Emerge cuando las instituciones políticas son percibidas como poco representativas y participativas y cuando se interpreta que las élites se apropiaron de la voluntad popular. Apelando al poder constituyente del pueblo, los populistas prometen regenerar los ideales democráticos. Durante los episodios populistas se disputa quién puede hablar en nombre del pueblo. Hay tensiones entre los intentos del líder de encarnar al pueblo y de sectores organizados de la sociedad que no le permiten actuar como la personificación de la voluntad popular.

El populismo es una política de reconocimiento simbólico y cultural de las despreciadas clases bajas. Transforma las humillaciones de los de abajo en fuentes de dignidad. Las visiones míticas del pueblo, que son una respuesta a los estigmas que usan las élites para caracterizar a los de abajo, pueden llevar a fantasías autoritarias. Si el pueblo es visto como homogéneo, si la imagen del pueblo es transparente, si no se reconocen sus divisiones internas, si se argumenta que el pueblo unitario lucha en contra de sus enemigos externos e internos, el peligro es la creación de la imagen autoritaria del «Pueblo como Uno».

Cuando el populismo reta al poder puede ser democratizador, pero una vez en el poder choca con las instituciones de la democracia liberal. Sus impulsos autoritarios son frenados por las instituciones democráticas. Además, en regímenes parlamentarios los populistas tienen que pactar y entrar en la lógica del compromiso desradicalizando sus demandas. En contextos de crisis de representación política en sistemas presidencialistas y de debilidad de los movimientos sociales un caudillo emerge como el redentor cuya presencia es indispensable para redimir al pueblo. El poder se ejerce como una posesión y se copan todas las instituciones para impedir que regresen los enemigos del pueblo. El populismo es una pedagogía que coloniza y regula la sociedad civil y la esfera pública con el objetivo de extraer al pueblo auténtico, tal y como es imaginado por el líder, del pueblo realmente existente. El populismo no abandona la democracia, pues su legitimidad se asienta en las urnas. Pero sus ataques al pluralismo, a la división de poderes y a la libertad de expresión la desfiguran y en algunos casos pueden llevar a lo que Guillermo O’Donnell (2011) caracterizó como la muerte lenta de la democracia y su transformación en autoritarismos.

Si bien argumenté que cuando el populismo llega al poder en contextos de crisis de los movimientos sociales y de las instituciones de la democracia puede llevar al autoritarismo, esto no significa que debamos contentarnos con aceptar el poder constituido. Los proyectos de liberación de un pueblo unitario encarnado en un líder han terminado en experiencias autoritarias. A diferencia de la propuesta de Laclau y sus seguidores, la emancipación no se alcanzará con la fantasía populista del pueblo como un ente homogéneo que irrumpe de la nada para refundar todas las instituciones y normativas. El pueblo es plural y ningún líder lo podrá encarnar. En lugar de tratar de forjar a un pueblo unitario hay que partir de la diversidad de propuestas de los movimientos sociales y de organizaciones políticas para democratizar la política, la economía, y las prácticas culturales.

 

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