EL POPULISMO.

ANGEL RIVERO

 

Por. Ángel Rivero

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LA IDEOLOGÍA DEL POPULISMO

 

El concepto populismo tiene su origen en las últimas décadas del siglo XIX, en la Rusia zarista y sus intelectuales radicales, que idealizaron al pueblo como sujeto político virtuoso, y en el discurso creado por el People’s Party en EEUU, que movilizó un voto rural contra el establishment de Washington, y que al oponer el pueblo a la oligarquía capitalina estableció el antagonismo esencial del populismo. Porque como ideología el populismo apenas cuenta con un único par de ideas: que democracia significa únicamente gobierno del pueblo y que toda sociedad está atravesada por una división esencial entre dos grupos homogéneos y antagónicos: el pueblo entendido como sujeto moral colectivo, con una voluntad única; y la oligarquía, la élite política que ha secuestrado la democracia en su provecho. Puestas juntas estas dos ideas, fácilmente se concluye que la democracia se ha pervertido, puesto que ha sido secuestrada por unos representantes que sirven a intereses particulares y no a los del pueblo. Es decir, que el populismo es un discurso de oposición que devalúa la democracia en nombre de la democracia y que apela como instrumento de sanación de una democracia enferma a un sujeto mítico con voz colectiva que se expresa en términos morales y justos.

El populista se adjudica el papel de portavoz de la justicia y de la verdad que atribuye al pueblo frente a la mentira de las élites. Como ha señalado Edward Shils, «el populismo proclama que la voluntad del pueblo es soberana por encima de todo: de la independencia de las instituciones tradicionales; de la independencia del resto de las instituciones; y de la voluntad de los grupos de la sociedad. El populismo identifica la voluntad del pueblo con la justicia y la moralidad» (Shils, 1956: 98). A lo que habría que añadir que el populismo se erige en portavoz de ese pueblo moral y justo, de modo que la «voz del pueblo, voz de Dios» acaba por identificarse con su propia voz frente a la de los otros (el enemigo, la casta) que son de esta manera desautorizados moralmente y, por tanto, condenados de antemano.

Por su parte Russell Kirk ha señalado la diferencia entre lo popular y lo populista. En su análisis, el conservadurismo americano sería popular en la medida en que se erige en el instrumento de conservación de valores firmemente asentados en esa sociedad: la libertad individual; el valor del trabajo y el esfuerzo; las instituciones libres; la limitación del gobierno, etc. Por el contrario, el populismo no es un instrumento de conservación, sino que constituye un credo político que se articula en un único axioma: los problemas de la democracia se resuelven con más democracia; es decir, los problemas de la democracia se resuelven apelando a la sabiduría y a la bondad del pueblo (Kirk, 1988: 1). El resultado previsible es la degradación de la democracia, puesto que el político populista se exonera de responsabilidad sobre sus decisiones al transferirla a un sujeto mítico, el pueblo, que al ser soberano es manifiestamente irresponsable. El populismo es el lenguaje político de la irresponsabilidad en política y, por tanto, es radicalmente enemigo de la democracia tal como la conocemos en las sociedades modernas.

Aunque el populismo se sustancia en este antagonismo esencial entre el pueblo virtuoso y la élite corrupta, de esta división maniquea se pueden extraer una serie de características que definen la política populista de una forma sistemática:

1) La defensa retórica de un pueblo virtuoso, orgánico, con voluntad única al que se apela constantemente y al que se transfiere la responsabilidad política de la que se descarga el político populista.

2) La crítica radical a la democracia representativa, en la medida en que ésta ejemplifica de la mejor manera la división pueblo-élite, al establecer una diferenciación funcional entre representados y representantes. De aquí el carácter antipolítico del populismo, la política como actividad dirigida a la concertación social ejecutada por los políticos, autorizada y evaluada por los ciudadanos, se convierte en la visión populista en una componenda de aquellos que defienden sus intereses particulares, ocultos o conspiratorios, frente al bien común del pueblo.

3) En consonancia con su división esencial pueblo/élite, el populismo rechaza la división izquierda/derecha como principio de orientación política y apela a una división espacial en política que privilegia en su lugar el arriba/abajo. De aquí que el poder político, es su lenguaje, falsamente democrático, esté ocupado por los de arriba mientras que los de abajo, el pueblo, el sujeto nominal de la soberanía en la democracia, se encuentre sojuzgado. De aquí también que asaltar el cielo, es decir, que los de abajo escalen hasta el lugar del poder y expulsen y aniquilen a los enemigos del pueblo, forme parte de la imaginación populista. Puesto que no siempre resulta obvio quienes son aquellos que están arriba y sojuzgan a los de abajo, el populismo desplegará un lenguaje oportunista y camaleónico al efecto de que lo que en principio resulta oscuro se convierta en una verdad que se acomode a lo que pida el momento.

4) Para que esta verdad del pueblo se comunique de una manera que resulte eficaz y unívoca, el populismo otorga el papel de portavoz del pueblo al líder carismático, a aquel que sabe leer en medio de la cacofonía del presente la voz clara e imperativa que expresa la voluntad general del pueblo. El recurso al líder carismático autoritario (por cuanto hace valer su voluntad populista sobre las instituciones de la democracia) entronca directamente con la critica  a las democracias desarrollada por la teoría del elitismo que alimentó la construcción ideológica del fascismo. En este sentido vale retomar la crítica que Robert Michels hace de la democracia representativa en su obra Los partidos políticos, donde formula la «ley de hierro de la oligarquía» que establece que siempre que hay una división entre representantes y representados, los primeros desarrollan un interés particular que en su acción política disfrazan de interés colectivo, en detrimento de los representados. Por tanto, en la visión de Michels, la democracia como expresión de la voluntad popular no es posible mediante la representación, pues lo que la democracia precisa es que la voluntad del pueblo se convierta en acción política sin mediaciones. De modo que, concluye, la verdadera democracia es la que se produce en la comunión del pueblo con el líder carismático, que queda investido de una voz única y directa. Es decir, que la crítica a la democracia del populismo en el nombre de una democracia superior puede acabar en la defensa lisa y llana de la dictadura, del autoritarismo y, finalmente, del totalitarismo. Eso sí, siempre en nombre del pueblo (Michels, 1991: 35).

5) Por último, el populismo, en su esquema maniqueo necesita permanentemente de un enemigo sobre el que focalizar la culpa por los males de la sociedad (el político populista no asume responsabilidad ninguna pues la transfiere al pueblo; y el pueblo, en tanto so ‘erario absoluto es irresponsable, es moral, es justo, y tiene siempre razón) de modo que «el enemigo del pueblo» es un actor necesario In el discurso del populismo. Puesto que la culpa del enemigo del pueblo no siempre es evidente, el populismo alimentará las teorías conspiratorias mediante las cuales la complejidad de la realidad queda simplificada, al desvelarse cómo los poderes ocultos hacen que lo que a primera vista pudiera parecer resultado de la inepcia o de la corrupción del político populista sea, en realidad, la manifestación de un perverso plan ejecutado con sigilo para dañar nueva mente al pueblo y a su portavoz. Además de estas características que se desprenden del antagonismo básico que define al populismo, la forma en que cada populismo particular interpreta y define al pueblo da lugar a diversos tipos de populismo. Si el pueblo es el de los de abajo frente a los de arriba, el pueblo menudo frente a las élites, el populismo adopta el perfil de la cuestión social y se convierte en el refugio del viejo izquierdismo socialista o comunista que, condenado por el fracaso histórico, necesita un disfraz nuevo en el que prosperar. Este perfil social también lo adoptan aquellos que viniendo de la extrema derecha defienden una concepción orgánica de la nación y sitúan al «capitalista», al que persigue su interés particular, en el conjunto de los enemigos internos del pueblo, pues antepone su interés particular al bien común.

El pueblo también puede ser concebido en términos étnicos, esto es, como un grupo humano cohesionado por lazos culturales densos que lo diferencian de otros grupos. Entonces los enemigos del pueblo no son únicamente los de arriba, sino aquellos que no participan de los rasgos definitorios de la homogeneidad del grupo y que al quebrar su unanimidad constituyen una amenaza a la misma idea de un pueblo como sujeto colectivo con voluntad única. Esta comprensión del pueblo se puede activar frente a los extranjeros, pero también frente a aquellos que forman parte de minorías o que, incluso siendo una mayoría asentada, no coinciden con los rasgos definitorios del pueblo patrocinados por el político populista. De modo que el populismo adopta con frecuencia la lengua del nacionalismo frente a los de fuera o del secesionismo frente a los de dentro. Además, estas dos formas de populismo, el social y el étnico, lejos de ser incompatibles pueden ir y a menudo van juntas.

 

EL ESPACIO POLÍTICO DEL POPULISMO

 

Puesto que el populismo se presenta como la encarnación de esa voz única, unánime, del pueblo, necesariamente rehúye la confrontación política tradicional en las democracias. Es decir, escapa a aquellas definiciones ideológicas o programáticas que reconocen implícitamente el pluralismo de la sociedad y que subrayan que los partidos no son sino una parte de las opiniones políticas socialmente relevantes y que buscan ser representadas políticamente. Dentro de las democracias, la diversidad constitutiva del pueblo se acomoda mediante la «brújula» política clásica, el eje izquierda-derecha, que proporciona un instrumento elemental mediante el cual orientarse en la diversidad de opiniones e intereses y organizar una agenda política sencilla sobre una realidad compleja. Pero puesto que aceptar la diversidad social significaría vaciar de sentido la oposición antagónica pueblo-élite, los populistas sustituyen los programas políticos por un relato, un storytelling, que busca no alcanzar un consenso en la diversidad sobre las prioridades que deben articularse políticamente sino una identidad emocional entre los ciudadanos y los líderes populistas, que los corone como verdaderos representantes de la voluntad popular. Este relato vendría a presentar al político populista como aquel que de verdad habla la lengua del pueblo y que da curso público a lo que todos saben y las élites callan: que el sufrimiento del pueblo en la crisis (económica o cultural) responde a intereses ocultos. Esto es, que el sufrimiento infligido en términos económicos o de incertidumbre cultural es algo que beneficia a unos pocos en detrimento de todos, y que sólo el populista se atreve a nombrarlo porque los otros, los políticos, lo ocultan en su propio provecho. Estos políticos han sumido al pueblo en la incertidumbre y le han privado de una sociedad segura en la que todo tenía solidez y sentido. Esa sociedad perdida era una sociedad integrada cultural y económicamente; y lo que tenemos ahora es una sociedad deshecha, disfuncional y abocada a la incertidumbre. Así pues, lo que urge, nos dicen, es restablecer el sentido común, hacer que la voz del pueblo guíe la acción pública y que los enemigos del pueblo sean desenmascarados y apartados. En suma, estas certidumbres muy elementales son movilizadas por los populistas en un relato sintético que señala la verdad de que estamos gobernados por nuestros enemigos (los enemigos del pueblo, «la casta», los que «no nos representan», los que «no son el pueblo»); que nos llevan al desastre («al austericidio» [sic], «a la disolución de nuestra cultura», «a la emigración» y «al exilio»); de modo que se hace imperativo que recuperemos lo que teníamos («nuestras conquistas sociales», «el Estado del bienestar», «nuestra cultura frente a un Estado que no nos quiere», «una España insoportable»); de modo que necesitamos una «democracia real ya» en la que «el pueblo ocupe por fin las instituciones», se restablezca el sentido común y recuperaremos ese mundo feliz que habíamos perdido.

 

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